Retazos III
Niebla en la memoria.
A veces el verano traía mucha prisa
y un extraño bochorno me llenaba de
una inquietud desconocida.
Porque yo era aún un pan reciente
apenas fermentado
y un vello lacio y ralo me caía por
el mentón abajo.
Me escapaba de casa a la hora en que
ronda la siesta
y bajaba hasta el río donde la
muchacha agreste
que tal vez creía o quizá no creía
que nadie la miraba,
cuidaba las cabras y a veces se
bañaba desnuda
en las aguas tibias del río que ya
estaba en calma.
Yo llevaba una vara de caña y un
sedal y un anzuelo y me iba acercando.
Me mezclaba diluido en la sombra
de los álamos tiernos, como
disimulando.
Ella sabía que yo vigilaba pero se
mostraba
mezclando el orgullo y el miedo.
Se guardaba entre cañas
porque veía venir a los hombres del
campo
con la azada cargada en el hombro
y la boina raída calada hasta frenar
la frente.
El color de la tierra en las manos
y de la ceniza en el sudor, que era áspero, hiriente.
.
Tímido, yo, regresaba a la plaza del pueblo a sentarme a la sombra
de la enorme negrilla de junto a la
iglesia, sintiendo vergüenza.
En el otro verano, cuando regresé huyendo
de la ciudad siniestra, de la ciudad
sin árboles
ni campo
ni viñas
ni manzanos,
y seguía con el vello
que apenas si había continuado
brotando,
los granos de la cara
que luchaban entre ellos por
encontrar espacio,
cuando iba a sentarme a la sombra de
la vieja negrilla,
vi pasar a la agreste muchacha,
la muchacha que cuida las cabras,
cargada con la barriga ancha.
Me acordé del cabrón que solícito
hendía a las cabras
y pensé de los hombres de la azada en
el hombro y la boina calada.
Y aunque estaba a la sombra de la
vieja negrilla
y el calor no era fuerte en el nuevo verano
que llegaba con cierto retraso,
yo sentía el bochorno de saber que
era ajeno
y no concebía nada
de las cosas extrañas que tiene la
vida.
Regresé nuevamente con la intriga dibujada en la cara,
desterrado,
a la vieja ciudad con murallas; con
las calles pobladas de arcadas;
con hileras de luz macilenta; sin
viñas, sin campos,
sin ríos, sin rojas manzanas,
donde sólo veía a las nubes
compactas, cual guedejas de lana,
si salía a los bordes confusos donde
empieza el campo
y la ciudad se acaba.
Y buscaba anhelante a la agreste
muchacha
cuidando a las cabras….
Pero ni ella ni las cabras estaban.
1 comentario:
Empecé mi día con ésta lectura ! Bello poema.
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