miércoles, 31 de marzo de 2010

A los iluminados proselitistas.

Llamaron a mi puerta tercamente
a una hora cualquiera de un día de diario:
eran unos hombres pulcramente sabios
que venían a explicarme los misterios
de su incógnito señor de los secretos.
Ese dios que según me dicen ellos
se encuentra ubicado en todas partes
pero sumido en el mayor de los silencios,
al que hay que amar y temer, al mismo tiempo.

Más tarde me llamaron nuevamente
otros hombres cargados de soberbia
a explicarme cómo arreglar el mundo
siguiendo a pies juntillas sus doctrinas,
sus sentencias políticas,
sus raras argucias estratégicas.


Traté de ser amable y, comedido, dije:
que si hablar con dios es necesario
hablaré con él un día, a solas y en directo.

Que arreglar el mundo me interesa,
pero arreglarlo de una vez y de tal modo
que no admita trampa o componenda.
Que no estoy de acuerdo con sus tretas.
Que ya me engaño yo sin que intermedien
absurdos charlatanes mercenarios,
fementidos y avaros pájaros de cuenta.

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