viernes, 17 de agosto de 2007

Pergentino y la maestra

Pergentino, que apenas pensaba y tenía un defecto en la frente
que le hacía mirar de reojo, tuvo suerte al bajarse del árbol
en el propio momento en que el árbol se estaba rompiendo.
Fue por culpa de rayo, seguido de un trueno, que dejo la atmósfera con olor a heno.
Pergentino trepaba a los árboles altos a robar los huevos que la urraca ponía en los nidos que hacía, con barro y con paja,
en los chopos del el soto, de la orilla del río, en las ramas más altas.
Con los dientes, el chaval mordía un pañuelo anudado por las cuatro esquinas
y uno a uno cogía los huevos y los iba dejando en el fondo del fardo.
Eran tiempos de hambre y hasta él, que pensaba muy poco,
también lo sabía y notaba un continuo dolor en la tripa.
Con el fardo relleno hasta el fondo marchaba corriendo a la escuela porque
la maestra le estaba esperando.
Estaba lloviendo de punta y había granizo que caía tan fuerte que podía
romperle los huevos.
Le dejó a la maestra los huevos encima de un viejo pupitre, junto al
encerado, y la miró quieto.
Pergentino, cogiendo una tiza, con indóciles trazos, retrató de muy mala
manera, en el encerado, un cortejo fúnebre muy deshilachado.
La maestra, le puso la mano en el pelo y le acariciaba con todos los dedos
que tenía en las manos, y con la sonrisa más torpe del que está llorando.
Le miraba a los ojos por dentro para ver si podía encontrarle en fondo del
ojo algún pensamiento.
Pero Pergentino la miraba bizco y reía poniendo un talante muy serio.
Pergentino tenía a su madre escondida en el sitio donde aún le quedaba un
rincón para un lúcido sueño.
Porque Quica, la madre, había sido torpe y pequeña y por eso se murió
despacito cuando sólo tenía aquel hijo, que era hijo de nadie y de todos.
Fueron años de guerra y los moros pasaron por ella. Y también ¡qué carajo!
los que no eran moros, que hay cristianos con piel de cordero que tiene la
moral de cintura hacia abajo.
Pero un día, discreta y sin ruido, murió despacito; se murió sin ruidos, sin
velas ni incienso ni kyrieleisones y sin tan siquiera un mal miserere,
porque nadie en el pueblo aguantaba mirarle a los ojos sin volver la cara,
y sólo acudió a aquel entierro tan deshilachado, la vieja maestra a quien
Pergentino llevaba los huevos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Amigo Octavio: qué alegría encontrarme tanto despliegue de textos tuyos. Eres una cajita de sorpresas. Nos vemos pronto. Un abrazo. Angela

Octavio dijo...

La alegría es mía por tu visita. Gracias Ángela, y sí, nos vermos muy pronto.
Un abrazo.
Octavio